miércoles, 28 de marzo de 2012

El cielo en la tierra.

Mar. Cuya infinita existencia podría fácilmente estar baseada en los billones de millones de lágrimas que este planeta han atravesado. Puedo imaginarme como los más antiguos portadores de sentimientos, descubriendo las emociones mucho antes que el fuego y sus contradicciones.
Sintiéndose atrapados por la fría garra de la tristeza que las entrañas encoge como si en su poder estuviesen. Bellas y tristes uñas que se clavan en pulmones y corazón. Hacen sangrar a su vez el brillante corazón, llorando rojo. Soy la primera humana, mágico es el reflejo que el agua produce, mágico es mi cuerpo por producir espejos naturales, y no sólo mi mente y ser lloran por vez primera.
Sentí la necesidad de ahogar estos brillantes reflejos en la piel de una compañera. Como tontos sin expresión nos tocamos las mejillas mutuamente, toda la pequeña multitud se forma a nuestro alrededor. Mi amiga y viento de la mar abraza torpemente mis hombros, atrayéndome. Deformes rostros, jóvenes y primeras vidas. Nuestros compañeros y los compañeros de tiempos pasados se dejan contagiar por la amargura. Pronto estalla el llanto. Nuestra voz sale a la luz y nuestro cerebro aún no está preparado. Algunos elevaban húmedos ojos a azul cielo, borroso. Otros se golpeaban el abdomen como si fuesen en busca del fin, del fin del sentir, sin probar a pensar.
Nuestros labios se forman en una frágil línea curva, la primera que veo. Mis dedos se dirigen a esa extraña y nueva línea con los ojos muy abiertos, comienzan a secarse pero aún brillan con sentimiento. Podía tocar la imagen. Mi otra mano me cerró los párpados mientras probaba a dibujar, como en la arena.
De pronto aquello se extendió hacia aquella formación extraña en mi cara que eran mis labios. Estaba atragantada sin aire, ni saliva, pudiendo respirar. Apreté fuertemente el cuello, dolió, grité. Y mis oídos parecieron gritar a la vez. Equilibrio frágil. Caí.
Las seudopersonas de mi alrededor no escuchaban. Al fin y al cabo, no había nada que escuchar. Mudos gritos de auxilio que sólo unos ojos entendían. Los demás se tocaban párpados y mejillas, saboreaban lágrimas, se quejaban en silencio. En alguna parte de la sala hubo golpes. Un leve desprendimiento nos obligó a correr fuera.
Llovió.
El cielo también lloraba. Hacía frío. Pero la desconfianza sin nombre no nos dejaba entrar en tierra. Subimos, todos a un tiempo, mientras alguno llamaba la atención indicando el camino. Nadie le miraba.
Altura, en lo más alto.
Giramos sobre nosotros mismos.
Esta vez el individuo me poseyó, creyéndome única en medio de grandes imitadores. Mis ojos, ya olvidados, dibujaron el mar lejos. Muy lejos. Volví a gritar.
Me agarré a un cuerpo, resultó ser conocido. Mi rostro denotaba terror, el más puro terror. Cual infante alma supliqué a la tierra y el cielo que aquella arena azul no me asustase. Pero el conjunto ya discrepaba.
Días, noches, días, noches. Caminamos hacia la arena azul. Casi nadie dormía para no dejar de vigilar. De vigilar aquel asustadizo cielo en la tierra.
Alcanzamos mi querida arena, con la que habría dibujado. Habría dibujado nuevas formas, curvas uniformes.
El gran azul me llamaba. Recuperé fuerzas y corrí. Me enfrenté a mis miedos y vencí. Logré unir la más hermosa curva a las garras que el agua en mis ojos provocaba. Descalzos pies, blanca arena. Lucía el sol, frío sol. Lenta, muy lenta me fui acercando con miedo. De repente algo mucho más frío amenazó con tragarme, algo que ya no era azul. No me gustaban los escalofríos.
Algunos locos siguieron caminando, y pude ver como se perdían en el salado azul. Yo huí.
Gracioso. Todo era muy gracioso. Allí me dormí, encogida y abandonada. El agua me despertó. De pronto vino a mí la imagen y dibujo de un montón de lágrimas. Volví a sonreír, dándole ese nombre sólo en mi mente. No era más que un dibujo y un sentimiento. Una montaña increíble. Una montaña plana. Elevé la mano, alcancé el agua pensando en su tacto, pero la atravesé.
Un arrebato se apoderó de mí, como si una muñeca fuese. Levanté mis miembros y caminé hacia el cada vez más oscuro azul. En cierto momento dejé de respirar inflando las mejillas. Abrí los ojos dentro del azul y lo supe.
Supe que allí no podría llorar.

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