Su situación no podría ser más
reprochable. Ante todos los años, todas las vidas por las que había pasado,
todas sus experiencias sin concluír. Terminó cayendo en el más simple de todos
los fallos. Quién podría decir que le influiría tanto una leve pero constante
compañía de un ser tan estúpido en ocasiones y tan amable en muchas otras.
Decorando su pequeña cabina más grande
por dentro debería haber millares de fotos con la cantidad de acompañantes
voluntarios que había tenido. Sonrisas por doquier. Alguna que otra vida
destrozada que comenzó en el mismo día en otro tiempo. No podía ser otra cosa
que magia pura. Porque los alienígenas no existen. Y esto hizo reír al hombre
por cuya mente cruzó este pensamiento.
Muchas mujeres, la mayor parte no
simples. Encantadoras mentes complejas que le habían salvado la vida en
incontables ocasiones. Cruzó por su vista todos los rostros, todas las miradas,
todas las risas, todos los silencios, todo.
No podía creer que todas ellas y
ellos, que en sus vidas ha habido de todo; le hubiesen roto el corazón de
alguna forma. Porque él quizás hubiese segado vidas, tal vez fuese demasiado
temido ya y debiese arreglarlo, pero ante todo sus dos corazones tenían derecho
a ser compasivos de vez en cuando y que fuese recíproco alguna vez.
Tenía que irse de nuevo. A salvar el
Titanic volador de estrellarse contra el Palacio de Buckingham, secar el
mismísimo Támesis para exterminar a toda una especie que merecía tanto como él
vivir, pero había sido necesario por la misma supervivencia de la humanidad al
completo.
Miles de sacrificios había cometido en
sus once vidas, y la mayor parte no serían jamás recordados. Por un motivo u
otro, siempre perecería en la memoria. Pero esta vez, esta vez era diferente.
Se encontraba para variar, en las
afueras de Londres, recostando su espalda en la puerta de una cabina azul de
policía. Esperaba a que sus compañeros saliesen de una vez para ir en busca de
lo que fuese lo que les esperaba. Esta vez, sería temible. Un encontronazo con
su pasado. Y no estaba preparado.
Nunca llevaba armas. Nunca había
llevado y jamás llevaría. Demasiadas muertes había ya sin ellas. Así pues,
ambos compañeros salieron de dicha cabina vestidos de forma bastante cómica, no
había que juzgarlos, no sabían a lo que se enfrentaban.
-¿A dónde vamos?
Dijo la mujer con total convicción de
estar haciendo lo correcto, seguida por su fiel compañero. Ambos estaban listos
para echar a correr, buena falta les haría. Él no dijo nada, ni siquiera
respondió a dicha pregunta. Se dispuso a andar hacia el pequeño edificio que
tenían delante. Parecía un cuchitril que probablemente albergaría algún que
otro adicto al chocolate. Y no al sano precisamente.
Su rostro era pura seriedad, quién
sabe lo que les esperaría. Nunca le habían visto tan callado durante tanto
tiempo, sin responder preguntas o afirmar peligro. Era realmente extraño.
Llegaron a la puerta, y tras abrirla sin apenas forzarla gracias a un
destornillador muy especial, descubrieron que aquello no era un cuchitril. Era
mucho más grande por dentro.
El hombre compañero de la mujer tuvo
que salir y volver a entrar varias veces para hacerse a la idea, no le
sorprendía en una cabina pero sí en un edificio. Qué decir, no estaban ni en la
Tierra al atravesar la puerta. John Smith, con todos sus años y su experiencia
en la espalda, se adentró en el lugar hasta apoyarse en la barandilla que tenía
justo enfrente.
Contempló no sin asombro, pero sí sin
demostrarlo, el imponente interior de un edificio tan sorprendentemente alto
como iluminado y lleno de seres como él. Los seres que había destruído hacía
mucho tiempo. Relativamente.
Su llegada se esperaba. A saber desde
cuando y desde dónde. Él era el último, el último de su especie, el último y
solitario. Qué hacía rodeado de los suyos allí. Nada tenía sentido. Nadie se lo
explicaría. O quizás sí.
-John Smith...
Una voz tras ellos, grave, pero no
tanto, les obligó a girarse para observar el rostro de quién lo pronunciaba. El
aludido elevó el mentón. Sus años parecían hacer mella en su rostro ahora,
arrugas algo marcadas, ojos cansados pero amenazadores, cuerpo en tensión
constante.
-Es un nombre nada común para que los
terrestres te conozcan. ¿No te parece?
Se conocían. Claro que se conocían.
Maldito chiflado que había perdido el norte desde que esos tambores se
instalaron en su cabeza para no dejar de sonar. Habían cometido un error al
infundirle la interminable sabiduría del mismísimo vórtice del tiempo. Desde
entonces, su compañero de la infancia había cambiado. Había enloquecido.
-Es mi nombre.
-Regla número uno, mientes.
Rió ante su propio chiste, y los
compañeros de Smith se habrían reído también si comprendiesen lo que ocurría.
Aquel hombre tenía un aspecto joven, unos ojos brillantes, una sonrisa macabra,
y un cuerpo fortalecido. Era paradójica su sola existencia.
-Estabas muerto.
-¡Detalles! ¿Cuándo has visto que algo
sea inalterable? Tu misma presencia aquí es imposible. ¿O ya no recuerdas tu
propio asesinato?
La compañera se acercó a John y
susurró como si solo él le oyese:
-Cómo sabe eso. Sólo éramos cuatro
allí además de ti...
Sus ojos, temerosos, buscaban
comprender la situación. Y los brazos de su compañero la reconfortaron. De
pronto, el amenazador ser que les sorprendiera comenzó a caminar, y John sin
dudarlo y con algo de furia en los ojos le siguió.
-Dime cómo existes, cómo es posible
que estés vivo, quién te salvó, tú mismo falleciste ante mis ojos aquel día,
no...
-¡Mi turno! Querido amigo, solo
desaparecimos. ¡Todo un imperio! ¿De verdad creías que con un simple destornillador
podrías destruír la raza a la que perteneces?
-Yo no lo elegí. El poder se volvió
demasiado oscuro, no había otra opción, no había nada que hacer. Sólo te pido
que vengas conmigo. Ellos no existen están muertos.
-Yo también.
De pronto, los ojos del chiflado se
llenaron de aceptación. Pero solo durante unos leves instantes. No había tiempo
para discusiones sobre el deber ni la obligación. Estaban en su hogar. En su
hogar ya inexistente.
Llegaron al fin donde el consejo.
Quién les había guiado sonreía de oreja a oreja, peligrosamente, vestía como
ellos. Quizá lo habían perdido ya...
“Esto no es más que un portal
extra-temporal. Tiene que existir alguna forma de cerrarlo. Algún botón rojo,
algún mecanismo escondido, alguna paradoja, algo imposible. Pero qué paradoja
puede incluírse en otra paradoja para destruír la primera. Es imposible,
científicamente imposible.”
-¡Les presento a nuestro asesino y
salvador!
Un gran grito surgió de las gargantas
de todos los allí presentes. Todos vitoreaban su existencia allí, en aquella
imposible paradoja. Mientras, el loco de su guía seguía hablando.
-Al fin y al cabo no es más que un
vulgar ladrón...
Smith caminó, tras susurrar algo al
oído de su compañera e impedir que le siguiese, hacia el consejo que
probablemente le condenaría.
-Solo mencionar tu nombre. Tu
verdadero nombre, y tal vez todo tu mundo se vendría abajo. ¿No es así, maldito
ladrón?
No era entendible. Ella debía hacer
algo, llorar por la pérdida no serviría de nada. La presentación de la imagen
no era más que desastrosamente triste. El hombre por el que había esperado toda
su vida, por el que estaba cansada de esperar, el hombre por el que muchas
otras personas habrían dado su vida, el hombre por el que muchos habían
luchado. Ese hombre estaba a punto de desfallecer, destrozando la paradoja con
su auténtica muerte.
Si él no existía, nunca habría sido un
ladrón. Nunca habría destrozado su raza. El tiempo habría dejado de existir.
Con lo que sus controladores también. Pero aquella cabina podría reestablecerlo
todo sin necesidad de ayuda, solo alguien que la robase de nuevo. Alguien que
no perteneciese a aquel mundo. Alguien que pudiese encerrar en el vacío a los
mismísimos controladores del tiempo.
No era solo una persona quien podría
salvar al universo. Eran tres. Ella, su prometido, y a quién ellos llamaban
John.
Él sonreía, caminaba hacia la elevada
mano del que en algún tiempo fue su superior y de repente, como un simple truco
de magia, de su manga surgió una especie de destornillador, y el mismo se
encontraba en manos de su compañera un poco más allá.
El loco de su guía corrió hacia ella,
intentó arrebatarle, pero se econtró con que a su amado prometido no le
agradaba en exceso la idea. Solamente le sujetó los brazos tras lanzarle un
puñetazo al mentón y tumbarle en el suelo sin demora. Sujeto este, soltando más
que barbaridades. John recuperaba su rostro marcado por el tiempo, sus ojos
viejos y cansados, su infelicidad cubierta al mismo tiempo de un futuro
esperanzador. Y antes de que debiese regenerar todo su cuerpo ante unos
desconocidos más que conocidos, elevó su mano derecha enviando una señal
psíquica gracias al bendito destornillador, a la vez que su querida compañera,
quién imitaba el gesto pensando sólo en su realidad. En su mundo. En la
existencia del mismo.
Smith echó a correr gritando que le
imitasen, la puerta se veía cada vez más lejos, y no era un simple efecto
óptico. Sus señores aún conservaban parte de sus poderes, pero la cabina
quedaba lejos. Compañera y compañero alcanzaron la puerta, saliendo al exterior
para contemplar el cielo rojo y alterado, para retirar la vista hacia el
malnacido cuchitril, del que no salía nadie.
Él todavía estaba en el interior,
rogando a su chiflado amigo que regresase con él. A la vez, todo el imperio se
destrozaba. Los antes vitoreos ahora no eran más que súplicas, ruegos y
maldiciones. Se destrozaba el local sobre ellos, aquel lugar estaba
desapareciendo con ellos en su interior porque jamás habían existido. Y su
amigo no quería regresar a la realidad con él.
Pero debía hacerlo, ante todo:
-No puedes dejarme solo otra vez. No
puedes, maldita sea. Perteneces a la realidad. ¡A mi realidad! Yo puedo huír,
tú ya lo has hecho. Regresa conmigo a casa. A nuestra nueva casa.
Le sacudía en el suelo, dónde el otro
ya no se quería levantar. Se giró, tumbado, mientras observaba al techo caer
sobre ellos. Un sonido más que reconocible surgió unas décimas de segundo justo
antes de que ambos fuesen sepultados. Pero el único que apareció dentro de
aquella mágica cabina solo fue él.
Sin amigos que le comprendiesen. Sin amigos
que le explicasen. Sin amigos que le acompañasen de la misma forma que él. Sin
amigos de su misma raza. Solo. Condenado a vagar sin rumbo fijo hasta el fin de
sus días.
No había lugar para lágrimas. Los
gritos llenos de risas de sus humanos amigos le animaban a sonreír. Siempre
estaría solo, siempre estaría acompañado. Condenado a viajar buscando
fantásticas aventuras con su amada y sexy cabina. Sonriendo de vez en cuando
mientras, poco a poco, regresan a su aspecto el color joven y los ojos brillantes
de un loco.
Un loco en una mágica caja azul.