domingo, 19 de octubre de 2014

Tormenta.

Corría como un condenado, mirando hacia atrás demasiadas veces, percibiéndolo, notándolo. La veía acercarse cada vez más, cada vez más, y yo corría y corría sin querer parar, sin atreverme a hacerlo; pero entonces volvía a sentir su aliento detrás de mí, y miraba, paranoico.

Allí estaba, el cielo cada vez más oscuro, más negro, más cerca, más cerrado y más cerca, demasiado cerca. Me estaba volviendo loco, jadeaba, casi no me atrevía a respirar.

Me iba a alcanzar, lo haría, no podía correr más; mis ojos no se atrevían a cerrarse, mis piernas no se atrevían a parar, yo no me atrevía a creer que pronto me alcanzaría.

No podía más, era demasiado, en todos los sentidos, preferiría estar muerto. Seguía corriendo, palpitando en mi cabeza un solo pensamiento, un pensamiento de locura, de una locura mayor a la del conjunto psiquiátrico en el que debería estar: protegido, bajo un techo y rodeado de mil luces diferentes que matarían a todas esas sombras.

¡Salid de mi cabeza!

Corría como un condenado, escuchándolo todo y no escuchando nada al mismo tiempo. Esperaba, y no esperaba. Ansiaba el fin, dejar la carrera, olvidar esa terrible y cegadora oscuridad.

Pero dejar de correr no sería el fin, sería el comienzo de una tortura mayor, y mis fuerzas se habían evaporado hacía tiempo, pasando a formar parte de la humedad del ambiente.

De pronto empezó a humedecerse también el suelo, llovía; llovía sobre mojado, creándose más sombras tanto dentro como fuera de mis ojos. Mi rostro era un reflejo angustioso del pánico que me obligaba a seguir corriendo.

Cada vez costaba más, y cada vez me acordaba menos de hacia dónde me dirigía. Huía de aquel cielo infernal, de aquel abrazo macabro.

Llovía más y más fuerte, hacía calor, mi sudor era peso añadido sobre mi piel, me estaba consumiendo; no podía parar, no me atrevía a hacerlo.

Me quedé sin respiración, ahogué un grito que no se habría escuchado bajo la condenada lluvia, y con una garra en el corazón volví a mirar hacia atrás, suplicando, llorando.

La angustia, el llanto, el agobio, el ruido, la presión, mis piernas; todo me estaba consumiendo. Miré hacia delante de nuevo, llorando cada vez más fuerte, cerrando los ojos por obligación.

Fue la luz la que surgió entonces de las tinieblas, siendo ese relámpago el que me regalase el principio del fin.

No hay comentarios:

Publicar un comentario