miércoles, 15 de agosto de 2012

Luz.

¡Espléndida, fantástica, brillante y estupenda!
Así es la luz que estamos hartos de ver. Deslumbrante, bella... Indescriptible a pesar de los en exceso adjetivos. Jamás me podré olvidar de aquella oscura noche en la que creí que nunca volvería a disfrutar de aquella luminosidad tan atrayente. No fue ninguna nave alienígena, no fue ninguna farola estropeada. Aquello solo fueron mis sueños hechos realidad.

Una pequeña placa de hielo y fuego recubría un pequeño haz de luz. Luz azul. Reflejaba rojo y blanco en todas direcciones; allí, en medio de la calle, sin motivo alguno. Estaba maravillada. Mis ojos, jóvenes y crédulos no podían expresar más emociones; mis dientes, aún sin crecer del todo, estaban a la vista, pues mis labios sonreían hasta estirar la mayor parte de un pequeño e infantil rostro.

Aquella estrella flotaba delante de mí, en el agua. Había un lago, estaría destrozado por las desgracias terrenales, lleno de basura y deshechos, pero nadie había mancillado aún aquellas aguas cristalinas. Yo estaba sentada, como de costumbre, al borde; sintiendo cómo la hierba acariciaba la raíz de mi pelo y cómo los grillos cantaban un poco más allá. Muy pocas luciérnagas se veían. Yo movía los pies en el agua para dejar de sentir el frío. Mis ojos se dejaban llevar por los diferentes azules de la noche. Hasta que una estrella cayó.

Literalmente.
Pensé que era la ceremonia de despedida de algún olvidado planeta, o algo similar que nadie pudiese aprender; pero es, que lo que a mí me parecía una muerte, era una bienvenida. Al arder el hielo de la placa de su alrededor, la estrella parecía querer engrandecerse, pero era la placa de hielo, unida a la ardiente, la que impedía que explotase y transformase el lago en lo que nadie quería que fuese.

No era solo belleza. Era como una pequeña pelota informe que se balanceaba cual columpio encima del lago. Parecían dos, reflejándose en la impoluta agua. Bostecé sin quererlo, aquel balanceo era como una hipnosis, como miles de escalofríos brillantes que retorciesen mi cuerpo haciéndome cosquillas por dentro. Reí unos segundos y volví a dejarme caer, de lado, sin dejar de mirar la luz, más bella que la Luna. Entonces el sueño comenzó, y ya no se alejó; porque todas las noches, me despertaba, solo para ver la imperfecta luz que cantó para siempre.

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