sábado, 19 de mayo de 2012

Calor.

Elevar sencillamente los pies le costaba de forma sobrehumana. Un suplicio era el movimiento en cualquiera de sus sentidos. La dificultad era sublime. Las plantas de los pies sé pegaban a la arena cada vez que rozaban dicha base. Miles de pequeños granos le hacían muchísimas cosquillas, escalofríos múltiples que su cuerpo ya no sentía. Estaba a punto de caer de rodillas, pero debía resistir o todo le dolería mucho más; el aire se solidificaba por segundos, pesado, caliente, irrespirable. Un espejo sé vislumbraba en el horizonte, el sol lp reflejaba sobre la morena arena. Aquel desierto sólo podía definirse con una palabra. De pronto, el espejo dejó de ser uniforme, transformándose en una superficie plana. Los ojos apenas veían ya, el cuerpo se arrastraba sin fuerza, y la esperanza se había evaporado como todo lo demás. De aquello no saldría nada bueno, sólo desgracias. Estaba harto de no oír, de no oler, de no saborear, de no sentir. Y el cielo se oscureció. Nubes negras, no las había visto llegar. Ocuparon el incoloro cielo, la oscuridad lo abrazó. El calor persistía, no por mucho tiempo. La calma que precede a la tormenta. Dejó de caminar, elevó la vista y tuvo que cerrar los ojos; le había caído una gota. Otra más, otra más, otra y otra. Empezaron a multiplicarse. La arena dejó de quemar, el cuerpo dejó de enrojecerse. Un torrente de agua cayó de los cielos. Gritó de júbilo. Sé hidrató de nuevo, regresó al sentimiento y echó a correr hacia el espejo con ninguna fuerza real. Milagro, magia, muchos nombres sé le atribuiría. Árboles, verde, azul. Nunca le gustaron tanto los colores.
Dedicado al dueño de todos los libros del mundo.

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