miércoles, 18 de abril de 2012

Ampútate el brazo.

Nunca me olvidé. Solo conseguí que eso fuera lo que creyeras. No sé qué me has hecho, pero eres una gran amiga con una opinión a tener en cuenta que no pretende para nada influír en las ideas de quién la escucha. Parece algo incomprensible para alguien cuyo corazón nunca será puro del todo. Por ello, me gustaría escribir algo especial para alguien especial, por muy común que se crea. Sinceramente, no creo que vaya a crear ninguna obra maestra. 

Piratas. Siempre eran los piratas. Los culpaban, los maltrataban, los burlaban y los colgaban. La maldad corría por sus venas como la vida entre sus manos. En cualquier momento podrían vender su existencia sin darse tan siquiera cuenta de ello. Sonrisas macabras, dientes de oro que sustituían los auténticos; dientes inútiles, débiles y hermosos. Como la vida misma, ellos no conocían su destino, y muchos de ellos tampoco su procedencia. La vida de cualquiera de ellos le resultaba atractiva. Una mujer de su condición no podría jamás dejarse llevar por una rutina arriesgada a un nivel extremo, como mínimo. Era increíble la cantidad de formas que por su cabeza cruzaban para encontrarse con alguno de ellos. Una taberna cuya puerta estuviese roída, un barco sin bandera, un hombre con extraños andares. Ya no era una niña y había aprendido a observar, en ello se basaba su vida. Podía tocar los colores que las melodías teñían para ella el aire. Era algo que le llamaba muchísimo la atención, sobretodo de pequeña. Su historia era la de alguien incomprendido, alguien a quien no dejaban vagar tranquila en su estilo favorito de vida porque ellos creían que era lo mejor. Pero nada de todo ello importaba lo más mínimo cuando estaba cerca del mar, de su temido mar. Su corazón latía a mil por hora nada más verle, el miedo era horrible, pánico es lo que sentía. Desde el muelle, donde sus piernas colgaban libres, pies descalzos, podía sentir la brisa en las plantas de los mismos, y una corta sonrisa se apoderaba de su rostro. Le gustaba estar allí. Alguien había escupido en su presencia hacía tiempo, y ella había aprendido. Sinceramente, daba puro asco verla hacer aquello, como si de verdad fuese un maldito marinero de agua dulce. Era bastante comprometedora una situación como la suya, cuando sus miembros temblaban al saber que el barco había salido derecho hacia mar adentro, disfrutaba de la sensación de vuelta al hogar, y ahogaba su miedo en el azul de sus ojos. Nadie le había mirado nunca a los ojos, nadie sabía de qué color los tenía. Para variar, sus padres apenas recordaban su existencia, pues una especie de niñera amargada había sido encargada de cuidarla desde su mismo nacimiento. A veces ella pensaba que había sido uno de esos bebés que se raptaban en los hospitales. No veía a su madre en uno, pero a la niñera robando en uno sí. Al fin y al cabo, en su casa siempre desaparecían cosas, entre ellas Joan. Joan era el colgante que la joven alma pirata llevaba siempre al cuello. Nunca se había fijado mucho en él, lo llevaba por el simple hecho de llevarlo. Le había llamado la atención que un objeto como aquel tuviese nombre. Le gustaba el nombre. Era nuevo. Los cielos oscurecían, y las nubes parecían haberse enfadado con todo ser viviente. La muchacha podía escuchar cómo llovía mar adentro, se acercaba, y su débil cuerpo no soportaría a la interperie la magnitud de semejante tormenta. Después de todo, no le quedó más remedio que elegir si entrar en acción, y a la vez en la taberna aquella de mala muerte; o regresar a casa. Se acobardó. Aún no estaba preparada para enfrentarse a viejos bucaneros que se dejaban encandilar por bellas sirenas. De vuelta en su hogar no volvió a salir en muchos años, como si en una torre la hubiesen encerrado, como si ya confundiese sus sueños con el despertar de la triste vida. A veces dibujaba soñando, dibujaba los recuerdos que su mente invadían. Un mar enfadado y furioso, un barco a punto de ser estrellado contra unas rocas, unos ojos inexistentes que clavaban su atronador sonido en aquel que viese el dibujo, unos colores cuya ambición traspasaba el papel, una lluvia que parecía querer unir mar y cielo. Estaba sola, sin comunicación mayor que la de un pequeño y vago gato. Lo habían castrado, quitándole el propósito en esta vida, reproducirse. El pobre había engordado un poco, lo que debía de haberle costado alguna que otra cena, pues la tacañez rebosaba por las paredes, cuyos oídos estaban llenos de cera. La ahora mujer, seguía dibujando, hablándole al gato que no solo le entendía, sino que también la ignoraba como todo aquel que la viese. Ella había visto los ojos del gato, eran marrones, oscuros, al contrario que todo su blanco cuerpo. No era un blanco enfermo, lo cual sorprendía cada día a la mujer de Joan, a duras penas lo alimentaban, era un milagro que sobreviviese y allí estaba, rebosando salud. De todos modos, el gato no era una excepción, tampoco él le devolvía la mirada a la muchacha. Años habían pasado, su cuerpo era el de una mujer, su mente la de un anciano pescador, y su corazón el de una amazona abandonada a la interperie. Ya era hora de cobrar su venganza, y lo notó inmediatamente después de la más que corriente discusión entre su padre y la niñera. Habían vuelto a pillarla, pero esta vez no había más oportunidades, la echaron arrancándole el mandil de la casa. Era un gesto estúpido como todos los que allí hacían. La muchacha no tan joven ya, contemplaba sin dejar de oír, el mar a lo lejos. No imponía tanto como desearía, pero su belleza no se veía reducida. Parecía no cesar jamás. Los años habían pasado. Casi una década desde la última vez que lo había rozado con su propia piel, y él seguía invariable. Su sonido era el mismo, y se había puesto a llover como el día en el que la encerraron sin demora. Esta vez no se acobardaría. No le quedó más remedio que escuchar la formalidad que ambos padres venían a decirle en su despreciada celda; que de ahora en adelante debía pensarse más sus decisiones pues nadie la respaldaría, la niñera cuyo nombre ya había olvidado se había ido. Ella asintió, no sonrió, hacía casi una década que no lo hacía. Se fueron, cerraron la puerta con llave desde fuera, era casi un ritual. Entonces sonrió. Sus dientes estaban amarillos, casi negros a punto de caerse. Había conseguido arrancarse uno de ellos, le había dolido, y le habían reprendido que aparentaba una fulana sin honor. Pero merecía la pena porque ahora robaría aquel diente en aquella taberna. Ahora conseguiría su buscada vida. Ahora regresaría a la realidad. Ahora abandonaría sus sueños para empezar a moldearlos. Ahora reiría bebiendo ron a rebosar, sin que le fuese a gustar. Ahora le haría un corte de manga a sus despreciados padres, mandándolos al infierno a que vomitasen sus insensibles entrañas. Ahora disfrutaría de lo que un furtivo amor podría darle. Ahora regresaría a los sonidos cuyo color había olvidado ya. Con una asquerosa y triunfal sonrisa cogió la silla en la que jamás se había sentado, la alzó y empezó a golpear la puerta que la mantenía presa. Golpeó, golpeó, golpeó. La silla se rompió, pero la puerta cedió unos segundos después tras un impacto con su hombro. Triunfal saltó el agujero de lo que nunca volvería a ser una puerta, adiós prisión, adiós engaño. Unos pasos atronadores subían por las escaleras. Ella comenzó a gritar, y sin sable ni espada; se enfrentó a su destino. Feliz cumpleaños, Joan. Eso decían los gritos. Hacía ocho años que había robado por primera vez el colgante.

1 comentario: