martes, 25 de marzo de 2014

Nunca demasiado pronto.

Corro.

A la velocidad del viento, sin mirar atrás, acelerando según me alejo más y más.

Mis piernas son demasiado pequeñas para correr aún más, pero me esfuerzo y sigo avanzando, me alejo, huyo, ya no quiero más, no puedo soportarlo más, necesito irme de allí, olvidar el problema, me lo merezco, sólo quiero jugar.

Soy demasiado joven.

No puedo creerlo, aún no soy totalmente consciente de lo que ha pasado, tampoco puedo permitirme pensar en ello. Olvidé mi eterno compañero, mi peluche, más anciano que yo, allá de dónde huyo.

Con mi cara de niña, mis mejillas húmedas por las lágrimas y mis labios levemente separados para poder respirar, intento enfocar el horizonte, hacia donde estoy corriendo.

Me merezco algo mejor.

Es difícil asimilarlo, empezar de nuevo, dejarlo todo atrás, olvidarme del futuro, vivir tan solo el presente, sin saber nada del pasado.

Qué importa todo lo material, adiós juegos de niños, adiós errores sin consecuencias, adiós amor incondicional, adiós, adiós.

Necesito volver a soñar.

Recuerdo esos sueños, los que tenía en aquel espantoso lugar. Soñaba que me ahogaba, que ya no podía respirar, y que a nadie parecía importarle. Soñaba que volaba, y de pronto el aire era agua, y a mí nadie me había enseñado a flotar.

Me ahogaba, una y otra vez, presa de un agobio que me impedía vivir riendo, como siempre quise hacer, como siempre quise ser.

Por eso creo que aquí, lejos, muy lejos, puedo recuperar buenos sueños. Los primeros sueños que recuerdo, aquellos en los que de verdad volaba. Sueños en los que empezaba corriendo por un campo abierto, hacia el cielo estrellado, sueños en los que de pronto, a la vez que mis ojos miraban el maravilloso cielo iluminado, sin luna, yo comenzaba a volar, sujetando con fuerza mi peluche favorito, no fuese a caerse por culpa de esa dichosa gravedad.

Sonrío al recordar aquel sueño, se repetía.

Echaba a correr, sin motivo, de noche, siempre veía las estrellas, y volaba, sentía el viento donde ahora se acumulaban mis lágrimas, pronto secas, podía gritar, ya nadie me lo reprocharía.

Quizá no es más que miedo.

Debo superarlo, enfrentarme a ello, no importa que sea demasiado pronto, no importa que me sienta más insegura que nunca. Mi peluche ya no está conmigo, pero yo puedo hacerlo sola.

Puedo arreglar mi situación, puedo empezar de nuevo, dejar el camino perfecto por el que me intentaron conducir y correr oculta por una hierba más alta que yo.

Soy pequeña, muy pequeña, seis años me han enseñado a repetir que tengo; pero hay algo que se les olvidó enseñarme, algo realmente importante, y ahora, por fin, lo he entendido:

Ya no tengo miedo.

lunes, 24 de marzo de 2014

Escribir.

Muchas son las sensaciones sobre las que una escribe.

El escribir es perfecto para contar historias, desatar la imaginación, desahogar pensamientos con palabras aleatorias, u olvidarse del mundo exterior.

Sin embargo, parece sencillo imaginar lo que cada uno haría en ciertas situaciones: cómo reaccionar ante una infidelidad, perder a algún abuelo, vivir en un hogar sin amor, la recaída en las drogas, la impulsividad agresiva incontrolable…


Uno, por mucha imaginación que tenga, nunca puede saber cómo reaccionaría; puede imaginarlo, inventar lo que en su cabeza ocurriría, o decir de lo que se ve capaz, pero para nada, nada, se puede saber qué pasará.

sábado, 1 de marzo de 2014

Impulsos.

El mejor regalo que se le puede dar a una persona es y será siempre la libertad de la igualdad. Derechos humanos, aquellos que recogen que todos y cada uno de nosotros somos iguales y diferentes en nuestra imperfecta perfección.

Ya no más discriminación por color, por religión, por ideales, por sexo.

Plantéate por un momento que hubiese en realidad esa maravillosa igualdad que se podría ofrecer al mundo.

Piensa en el fin de las dictaduras, adiós a los gritos de sufrimiento, a los llantos de desesperación, a las innecesarias hambrunas, a esa muerte provocada por una enfermedad con cura.

Sueña con una realidad que regale a todos y cada uno de nosotros la felicidad de no ser juzgado, de tener las mismas posibilidades, de poder vivir donde uno quiera.

Imagina poder sonreír bajo la lluvia, o quizá bien calentito frente a una chimenea, o tal vez rodeado de tus seres queridos, quién sabe si durmiendo unas nueve horas sobre un mullido colchón.

Correr sin que te persigan, caminar con la cabeza bien alta, porque nadie puede minar quien eres, y porque más allá de toda pauta, de todo impedimento, de toda intolerancia, siempre volverá a nosotros nuestra auténtica naturaleza: la amabilidad y el compañerismo, la tolerancia y la compasión.

Ese impulso de abrazar a un pobre hombre con el corazón roto, ese impulso de compartir tu plato con una hambrienta mujer a la que han robado el único dinero que tenía, ese impulso de hacer reír a alguien al que solo enseñaron a llorar.


Siempre, siempre tendremos esa libertad de vivir, ese compañerismo, esa maldita alegría compartida, porque siempre triunfará nuestra bondad en la eterna lucha contra el egocentrismo.